Ya está aquí un nuevo Martes Santo. Día central para nuestra Hermandad en el que rendimos culto público a Jesús Nazareno. Día largo y, cómo no, intenso. Conforme se acerca la hora, los corazones se aceleran y los nervios van en aumento. Las miradas al cielo se suceden y todos nos preguntamos cómo estará el tiempo. Dios quiera que mejor que este lunes lluvioso y friolero.

La jornada empieza tempranito: ya a las nueve de la mañana llegarán los primeros para preparar enseres, símbolos y flores, por supuesto. La mañana en la Capilla será un continuo trasiego de mujeres, curiosos y algún que otro costalero. Vendrán de la radio y la televisión a preguntar por los últimos flecos.

Y a las cuatro de la tarde los protagonistas serán los abuelos. Todos juntos rezarán a Jesús Nazareno y más de una lágrima caerá hasta el suelo. Le cantarán y hablarán a Nuestro Padre bueno y seguro que le piden por sus hijos y nietos: «Que no me olviden, ¡ah!, y que me des consuelo». Y aprenderemos otra lección de nuestros queridos abuelos: que tienen un corazón que no les cabe en el pecho y que siempre te dan el mil por ciento.

Y a las siete de la tarde la Capilla se irá llenando de morados nazarenos que esperarán nerviosos que se abra el portón al pueblo para que salga, majestuoso, Jesús el Nazareno repartiendo a todo el mundo su paz y su consuelo. Y entre el silencio del gentío se oirá el rachear costalero y una voz que dirá: «¡Vámonos al cielo, hermanos, que nuestro capataz es el Bendito Nazareno!»